Etiquetado: poetry

El día de mañana, mejor

Hoy escribo, sin saber muy bien por qué. Las palabras salen solas, como si llevaran meses o años aprisionadas sabiendo que la fecha en la que se liberarían está a punto de llegar. Y llegó. Casi está aquí. Por fin, me digo. Tanto tiempo esperando este momento, tanto tiempo rechazándolo por el miedo a la nuevo. Pero sabemos que el momento ya se acerca. Lo hueles, y te permito sentirlo. Poco a poco, retomamos el contacto. Hola, qué tal. Nos vemos pronto. Demasiado pronto para ambos, también. Nada está cerrado.  No en el exterior. Tampoco entre nosotros. Hemos ido girando en espiral hacia el día de hoy. Hacia el día de mañana, mejor…

Dejarlo marchar

Cuando algo se repite hasta contar cien veces,

en el momento en el que el fin gana

y se apodera de tus palabras,

cuando el miedo vence a la alegría

y la tristeza invade tus ojos y sonrisas,

es hora de dejarse ir,

de dejarlo marchar.

Mañana

habrá

otro

mañana

El fin de los finales. Nueva versión.

Escribo por aquí y me acuerdo de ti. De todas esas noches, y de todos los reproches. A
mí me gustaba jugar y, aunque la mayoría de las veces no supiera muy bien lo que
estaba haciendo, sabía que estarías a pocos metros de mí observándome, inspeccionando
cada parte de mi cuerpo, o cada detalle de mi falda. Cada esquina de mi ser, eso que
tanto decías que te gustaba. Ese «macabro ser».

Tú sabías que yo estaría en Madrid. La última vez que volé hasta París, cuando nos
volvimos a encontrar en Pigalle, te dije que ésa sería la última vez. La última vez de
todas las últimas veces. Que no aguantaba tus idas y venidas, tus ataques de ira y tus
ataques de amor. Tampoco cómo me hacías sentir cada vez que me la jugabas. Como
cuando fuimos a ese bar tan oscuro con otros dos amigos -conocidos tuyos-. Compartimos una botella de vino tinto y, en otro de tus cortocircuitos, deslizaste tu brazo hasta el cuello de Anne-Cécile para devorarla. No había visto una cosa así nunca. Supongo que nunca me había cruzado con alguien como tú, con alguien con tan poco
sentido común.

Mi reacción fue sencilla. Hice lo propio con Étienne. Di un paso hacia adelante, le miré
cándidamente, y acto seguido le besé agarrando su pelo castaño claro con las dos
manos. Entonces te enfadaste. Un cortocircuito más. Nunca había visto a alguien tan
enfadado conmigo. Tantos nunca que se convirtieron en rutina. Pero puede que tú no
supieras con quién estabas tratando tampoco.

Yo, de mirada angelical, hacía mucho que había decidido convertirme en la femme
fatale que mi cuerpo me pedía. Cuando me conociste ya era así. ¿Por qué te
sorprendías?

Me dijiste que iba a pagar por lo que había hecho, lo que despertó más ganas en mí.
Después de gritarme a dos centímetros de distancia delante de todos, provocando un
silencio incómodo entre los cuatro, me cogiste de la mano bruscamente para sacarme de
ese bar. Cuando salimos, intentabas respirar lentamente. No podías, pero hacías todo lo
posible para mantener la calma. Mientras, yo me apoyaba con el codo en la pared de
piedra con mirada inocente esperando tu reacción. Y reaccionaste. Volviste a posar tus
ojos en mí, provocando una hipotermia en mis huesos difícil de controlar. Me quedé
congelada. También descolocada. Hacía dos segundos, yo tenía el poder.

No me gusta cambiar de una situación a otra tan distinta entre sí en pocos minutos –
seguramente porque ya convivo con esa inestabilidad mental en mi día a día-.

Te acercaste un poco más hasta acabar con mi distancia de seguridad. Te acercaste aún
más, y esta vez apoyaste tu mano sobre mi cintura. Yo, aunque intentaba mantener la
compostura, al final me dejé envolver completamente por ti y te miré abiertamente a los
ojos.

Acercaste tu boca a mi oído. «¿Qué me das si acierto a dar con todos los códigos de los edificios de Montmartre?». A lo que te contesté, «¿a qué viene este cambio de actitud?”

Cuarto cortocircuito. “¿Y por qué ibas a sabértelos todos de memoria?». “He dormido en prácticamente todos los edificios de Montmartre, tengo amigos en todas partes» Y amigas, pensé yo.

Sin entender tampoco mis razones, me dejé arrastrar por ti cuesta arriba hacia
Montmartre. Durante ese corto camino, el frío iba calándose más en los huesos
conforme se hacía más de noche. Ya deberían de ser las 4 de la mañana, y febrero en París no es precisamente cálido. Te diste cuenta de las bajas temperaturas que estaban
inundando mis pensamientos, y me propusiste ir al estudio de Daft Punk.

Obviamente, pensé que me estarías tomando el pelo, pero no era así. Eso sí, antes de
probar con el código del estudio, probaste otro código en el edificio de al lado. Las
puertas se abrieron y te hiciste paso entre ellas. Yo me quedé detrás, en el portal. “¿Por
qué no entras?”. “Porque no tiene sentido que subamos escaleras si no tenemos a donde
ir”. “¿Y si te digo que aquí vivo yo?”. “¿Cuándo has cambiado de casa?” “Hacía mucho
que no nos veíamos, supongo que no esperarías que todo fuera exactamente igual que la última vez”. “Lo único que no ha cambiado es tu irracionalidad”. “Tampoco la tuya,
pero eso es parte de tu encanto”.

Nos olvidamos por completo del estudio de Daft Punk –habría sido al menos una
historia que contar-, y subimos escaleras arriba hasta tu piso. Pequeño, oscuro, sin
vistas. Tan solo contaba con un pequeño baño y un salón-dormitorio- cocina. La cama
estaba hecha, un punto a favor, pensé. Mi madre siempre me había inculcado el orden.

En mi casa nunca había nada fuera de sitio. Todo estaba siempre donde tenía que estar,
donde pertenecía. El jarrón morado de los 70, en el recibidor. Las revistas de
decoración, en el mueble de la televisión, ordenadas por temática o año. Las películas,
en el armario transparente del salón, ordenadas por director. Los abrigos de pelo, en el
armario de madera. Las chaquetas de cuero, en el armario contiguo.

Mi cabeza debería estar amueblada de la misma manera, pero de una forma u otra, el
caos era lo que reinaba en mi estructura mental. Lo que reinaba en mi día a día era una
inseguridad marcada por la seguridad de femme fatale que me imponía a mí misma para
luchar contra los no-saber que no debería tener presentes.

Yo nací para tener el control, pero tú, Thomas, me desequilibrabas. Aunque la cama
estuviera hecha, te conocía lo suficientemente bien como para saber que el caos volvería
a aparecer hasta rompernos por completo, como ya había pasado en tantos intentos
anteriores.

Por eso me fui. No dejé caer el abrigo en la silla de tu entrada. No me dejé llevar por ti
hasta la cama. Recuperé la compostura y, mientras me preparabas un té rojo, cogí la
puerta y me marché a mi hotel, al lado del Parc Monceau. Una caminata agradable de no
tener que contar con nuestro amigo el frío, porque eso fue lo que acabó siendo, nuestro
aliado hasta llegado el verano.

Pasé el resto de la semana viendo a Lucie y a Angie, mis amigas de confianza. Me fui
de compras por Hotel de Ville y Chatelette, donde están las mis tiendas de segunda
mano en las que más maravillas encuentro, y cogí el avión de vuelta en Charles de
Gaulle con destino Madrid.

No le había contado a nadie lo que había pasado con Thomas, o lo que no había pasado.
Quería mantener una imagen, la imagen que yo había procurado mantener ante el resto.
No quería quedar como alguien que había vuelto a caer en lo mismo cuando siempre
animaba al resto a ser dueñas de sus actos y mantener la dignidad por encima de todas
las cosas. ¿Había perdido yo la dignidad? Al menos me fui de esa casa, pensaba, pero
igual no era eso lo que yo realmente habría hecho en ese preciso momento. No es tan
fácil dejarse llevar y dejar que se derrumbe, así, la fortaleza que siempre te ha
caracterizado.

Me alegro de haber controlado mis instintos, de no haber dejado pisotear mis principios
por una noche más. Mi madre siempre me repite con su acento barcelonés: “solo has de
estar con alguien que te haga sentir como una reina”. Y lo que había hecho Thomas esa
noche de febrero, en ese bar, en La Folie, no era precisamente favorable a esa imagen de
reina que tenía mi madre sobre mí y que yo debía mantener pese a imponerme la actitud de femme fatale. Quizá el término más apropiado sería reine fatale. Sí, eso me gustaba más. Reine fatale, o reina fatal.

Ya de vuelta en Madrid, llegado el fin de semana, quedé con todos mis amigos para ir al
Psy Bar, en la calle San Andrés, justo al lado de la Plaza de Dos de Mayo. Ya era
marzo, y el frío no era tan penetrante como lo era en París. Había decidido estrenar mi
nuevo chaleco de lentejuelas de los 70, procedente de la India pero confeccionado por
modistas neoyorquinos, que me había comprado en la capital parisina; y conjuntarlo con
mis pantalones vaqueros de campana. Esa era mi noche. Iba a recuperar mi dignidad,
iba a controlar cada uno de mis pasos. Yo era así, me repetía.

Volver a ver a Thomas en París fue un error. Seguirle el juego en La Folie, otro. Irme a
su casa, el más grande de todos. Supe frenar a tiempo, pero estuve demasiado cerca de
perder el control por completo. No volvería a pasar.

Después de saludar al portero del bar y de responderle amablemente sobre cómo había ido mi fin de semana, entramos mi grupo de amigos y yo con grandes sonrisas y ganas de
pasárnoslo bien.

Pero ahí estabas tú. Nada más dejar mi abrigo en el ropero y dirigirme al baño a retocar
mi maquillaje, tú salías del baño de hombres. Nos encontramos de frente.

¿Qué hacías tú ahí?

¿Cómo sabías que estaría en el Psy Bar en ese preciso instante?

¿Quién me había traicionado?

¿Por qué me sorprendía y no me sorprendía verte en Madrid, en mi bar de siempre,
esperándome con la mirada y postura de siempre?

¿Por qué opté por no coger el abrigo del ropero y largarme, o por no echarte?

¿Por qué no frené el movimiento de mis piernas hacia ti?

¿Por qué rodeé tu espalda con mis manos?

¿Por qué me dejé envolver por tus manos en mi cintura?

¿Por qué me dejé arrastrar hasta el fin?

Cuando me diste por perdida

Escribo por aquí y me acuerdo de ti. De todas esas noches, y de todos los reproches. A mí me gustaba jugar, y aunque la mayoría de las veces no supiera muy bien lo que estaba haciendo, sabía que estarías a pocos metros de mí observándome, inspeccionando cada parte de mi cuerpo, o cada detalle de mi falda. Cada esquina de mi ser, eso que tanto decías que te gustaba. Ese «macabro ser».

Tú sabías que yo estaría en Madrid. La última vez que fui a París, cuando nos volvimos a encontrar en Pigalle, te dije que me iba para no volver. Que no aguantaba tus idas y venidas, tus ataques de ira y tus ataques de amor. Tampoco cómo me hacías sentir cada vez que me la jugabas. Como esa vez en la que fuimos a ese bar tan oscuro con otros dos amigos -conocidos tuyos-. Bebimos y le comiste los labios a tu amiga. No había visto una cosa así nunca. Supongo que nunca me había cruzado con alguien como tú.

Mi reacción fue sencilla. Hice lo propio con el chico. Y te enfadaste. Nunca había visto a alguien tan enfadado conmigo. Tantos ‘nunca’ que se convirtieron en rutina. Pero puede que tú no supieras con quién estabas tratando tampoco. Sin embargo, te enfadaste de una forma que no esperaba. Me dijiste que iba a pagar por lo que había hecho. Y a mí me gustó. Después de gritarme a dos centímetros de distancia delante de todos, me cogiste de la mano bruscamente para sacarme de ese bar. Cuando salimos, intentabas respirar lentamente. No podías, pero intentabas mantener la calma. Mientras, yo me apoyaba con el codo en la pared de piedra con mirada inocente. Reaccionaste y volviste a posar tus ojos en mí. Yo me quedé congelada. No me gusta cambiar de una situación a otra tan distintas en pocos minutos -seguramente porque ya convivo con ello constantemente en mi propia mente-. Te acercaste un poco más. Me estaba quedando sin respiración. Volviste a acercarte más. Esta vez apoyaste tu mano en mi cintura. Aunque intentaba mantener la compostura, al final me dejé envolver completamente por ti.

Acercaste tu boca a mi oído. «¿Qué te apuestas a que conozco los códigos de todas las casas de Montmartre?». A lo que te contesté, «¿por qué ibas a conocerlos todos?». A lo que respondió sutilmente, «he dormido en prácticamente todos los edificios de Montmartre, tengo amigos en todas partes». Y amigas, pensé yo.

 

 

 

Otro año lo será.

Me pregunto muchas cosas,

cómo habría sido todo de haber escogido el camino de la izquierda,

otro tipo de amor.

No sé si hice lo correcto,

supongo que sí -pues no me quedó opción-,

pero,

de alguna manera,

que aunque 2015 no fuera el momento,

llegará un año en el que lo será.

Lo siento yo y lo sientes tú,

me lees tú y te leo yo.

En cuanto podamos construiremos algo,

algo que solo conoceremos él y yo.

No sé si tengo algo que escribir

Durante todo este tiempo no escribí nada. No había escrito ni estaba escribiendo nada. Nada dentro de mí necesitaba ser escrito. Nada necesitaba palabra alguna y no había palabra alguna dentro de mí que no pudiera ser hablada de modo que no había palabra alguna dentro de mí. Y no estaba escribiendo. Empecé a preocuparme por la identidad. Yo había sido siempre yo porque tenía palabras que debían ser escritas dentro de mí y ahora cualquier palabra que tuviera dentro de mí podía ser hablada no necesitaba ser escrita. Yo soy yo porque mi perrito me conoce. Pero era yo yo cuando no tenía palabra escrita alguna dentro de mí. Me fastidiaba mucho. Pensé algunas veces que debería intentarlo pero intentar es morir de modo que no lo intenté realmente. No, no estaba escribiendo nada.

 

Gertrude Stein

 

Es cierto

A veces me invade la tristeza,

y me invade tanto que no puedo ni explicarlo,

y me da pena que tú tengas que aguantarlo

porque no debe ser fácil enfrentarse a mí,

a mis palabras y  a mis gestos sin sentido;

tampoco a mis secretos,

ni a mis miradas perdidas.

Nunca sabrás qué hay detrás de esos momentos,

jamás conocerás mi razón de ser

ni los momentos en los que doy miedo.

Quizá sea mejor así.

 

Quién

¿Soy yo la de ahora o la de antes,

la que perdía las medias o la de la cordura,

la de las noches eternas o la de las mañanas lúcidas entre besos?

¿Cuál es mi mejor versión?

¿Me engaño a mí misma mejorando?

¿Es esto una etapa o algo duradero?

¿Que yo perdurará en el tiempo?

¿Invencibles?

Quizá les costaba asumir esta nueva vida,

este bailar hasta acabar sin tobillos,

esas sonrisas desatadas

y las risas imparables

que sacudían ahora a los dos.

Quizá estuvieron tanto tiempo

sumidos en un sinsentido

que volver al compás del «seguimos»

se les hacía extraño,

raro,

como si por fin llegara lo que buscaban,

el final de un fin tétrico.

La estabilidad mental te da la fuerza,

el sentido

(y las ganas)

para seguir apoyado en quien más te da,

y esa vuelta a la seguridad sienta bien,

demasiado bien,

¿invencibles?